EN EL PERFECTO AMOR NO HAY TEMOR
“En el amor no hay temor; mas el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor conlleva castigo. Y el que teme no ha sido perfeccionado en el amor”.
Yazmín
Díaz Torres
En el perfecto amor, no hay temor. Hay Presencia. Hay
amistad. Hay Comunión. Intimidad.
En el perfecto amor
hay quietud, calma, serenidad. En la plenitud de Su amor hay esperanza.
En Su amor siempre
hay perdón. Puede haber confrontación, pero por amor. Puede haber algunos “NO”,
pero por amor.
No tengo que temer
porque nunca dejará de ser. Nunca se acabará. Siempre me amará y te amará por
la eternidad.
Su naturaleza es
Amor. Su naturaleza es Amar. No puede, es incapaz de odiar cuando de Sus hijos
se trata.
El temor nos aleja
del Señor. Uno de esos temores que nos aleja de Dios es nuestro pecado. El
temor de que nuestro pecado sea demasiado grande y terrible, nos aleja del amor
que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos ofrece.
Jesús amó a los dos
ladrones crucificados junto a Él y fue a la Cruz por cada uno de ellos; pero,
al parecer, solo uno lo amó a Él. Solo uno pudo darse cuenta de la razón por la
cual estaba injustamente crucificado.
Solo uno supo que Él
no se merecía semejante castigo, sin embargo, ellos sí. Solo uno fue capaz de
enfrentar, aceptar y confesar su pecado. Y solo uno fue capaz de suplicar por
su destino una vez muerto en aquella cruz: «Y
dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lucas 23: 42).
El otro ladrón, no.
El otro fue capaz de tentar a Jesús de la misma manera en que lo hizo Satanás
cuando se le apareció en el desierto. En aquel momento, ya en el último de los
tres intentos para tentar a Jesús, Satanás: «le llevó a Jerusalén, y le puso sobre el pináculo del templo, y le
dijo: Si eres hijo de Dios, échate de aquí abajo; (10) porque escrito está: A
sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden; (11) y en las manos te
sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra. (12) Respondiendo Jesús,
le dijo: Dicho está: No tentarás al Señor tu Dios» (Lucas 3: 9-12).
Este ladrón pudo
haberse convertido con la breve, pero sincera y contundente predicación de la
Verdad del Evangelio de Cristo sin que Jesús todavía hubiese muerto; y pudo
haber resucitado con esa verdad que le gritó el ladrón arrepentido, pero prefirió
no hacerlo:
«Respondiendo
el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma
condenación? (41) Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos
lo que merecieron nuestros hechos; mas este ningún mal hizo» (Lucas 23: 40).
El ladrón no
arrepentido no tenía temor de Dios. Por eso le habló de esa manera, con
semejante irreverencia: «Y uno de los
malhechores que estaban colgados, le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo,
sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lucas 23: 39).
Mucho menos aceptó
su propia culpa y, como consecuencia, no la confesó ni se arrepintió como lo
hizo el otro. Este no pudo darse cuenta de que quien colgaba del madero junto a
él, era el Cristo, quien verdaderamente era el único que podría salvar su vida,
su alma por toda la eternidad.
Este no pudo darse
cuenta de que en Jesucristo no había ninguna culpa, sino que había decidido
cargar la de ellos y la de todos en aquel tiempo y en todos los tiempos. También
la tuya y la mía.
Este no pudo darse
cuenta de que aquel hombre, cuyo cuerpo estaba destrozado, se había negado a sí
mismo y que no había cometido ningún pecado.
No pudo darse cuenta
de que no les había hecho ningún mal como no nos lo ha hecho a nosotras; y que
lo único que deseaba era su bien, así como sigue deseándolo para ti y para mí.
Este quería
salvación sin reconocer su pecado. Quería salvación sin confesarlo. Quería salvación
sin arrepentimiento. Quería salvación sin conversión. Quería salvación sin
reconocer que aquel hombre era el Mesías, el Cristo. Quería salvación sin
reconocer que ese Jesús de Nazaret era el único que podía ofrecerle, podía
otorgarle la salvación. Solo a través de Él y de nadie más.
¡Qué equivocado
estaba! ¡Así hubo muchos en aquel tiempo! ¡Así existen muchos en este tiempo!
Sin embargo, hubo un
ladrón que no se equivocó. Hubo uno que conocía la Verdad. Hubo uno que reconoció
al Mesías. Hubo uno que supo que Él era la única puerta de acceso al Padre, que
era el Camino, la Verdad, el único y la Vida.
Y no tuvo temor de
admitirlo aun cuando se encontraba también en la peor situación, en el peor
momento de su vida: crucificado y a punto de morir.
Y se humilló, y rogó
por su alma y el Redentor le contestó: Entonces
Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lucas
23: 43).
Y nosotras, ¿Qué decidiremos?
Y tú, ¿qué decidirás? ¿Con cuál de los dos ladrones te identificas?
Si todavía no has
aceptado a Jesucristo como tu Salvador y Redentor, te invito a que lo hagas
ahora mismo. Si lo conociste, pero te has alejado, te invito a que vuelvas a
acercarte.
Le pido al Padre, en
el Nombre de Su Hijo Jesucristo, que esta Palabra de Dios cale hondo en tu
alma, en tu corazón y que te haga volver en sí como lo hizo con el hijo pródigo.
Tal y como lo hizo el ladrón de la Cruz.
Me pongo de acuerdo
contigo y ato todo aquello que mantenga a nuestros seres queridos atados y
desato que se rompen los cerrojos de bronce y se rompe toda cadena que el
enemigo de las almas haya utilizado para mantenerlos presos.
Desato, en el Nombre
de Jesus, libertad de sus mentes, de sus almas y de sus cuerpos.
La Palabra dice que “si
el Hijo os libertare, entonces seréis verdaderamente libres" (Juan 8:36). Dice que “donde está
el Espíritu de Dios, allí hay libertad” (2 Corintios 3: 17) y que “a libertad hemos sido llamados” (Gálatas 5: 13).
Espíritu Santo de
Dios, liberta cada vida cautiva en toda clase de pecados. Tu Palabra dice que Tú
nos llevas a toda verdad, nos ensenas todas las cosas y nos las recuerdas.
Tú nos redarguyes,
nos convences de pecado y nos llevas al arrepentimiento.
¡Yo creo que es
hecho en la vida de quienes leen este mensaje o en la de sus seres queridos, en
el Nombre de Jesus! Amén.
“Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver
otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos,
por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! (Romanos 8:15)
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