PÁMPANOS: YO SOY LA VID VERDADERA

(Pixabay)

  Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. (Juan 15: 1, RVR 1960)


Yazmín Díaz Torres

     Jesús, hablándoles a sus discípulos establece: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador”. Algunas versiones dicen: “…y mi Padre es el viñador” (Juan 15: 1).
      Jesús no solo revela Su naturaleza y la de Su Padre al hacer esta analogía de la vid y del labrador; sino que además describe qué clase de vid es: Él es la vid verdadera. Al añadir el adjetivo “verdadera”, puede inferirse que existen otras vides que no son las verdaderas, que son falsas. Por eso esta declaración es tan importante.
                Si Jesús tiene la necesidad de enfatizarles a sus discípulos cuál es la verdad es porque existían mentiras, engaños, copias que pretendían parecerse a la vid verdadera, pero que no lo eran. Solo una lo es. También porque podrían caer en un error, podrían equivocarse y confundir quién es la verdadera vid. Seguramente porque ya otros habían caído en el error.
Nada muy lejos de nuestra realidad en pleno siglo 21. Jesús nos está hablando, enseñando y advirtiendo a través de Su Palabra tal y como lo hizo en su tiempo a los discípulos.
                Jesús se encontraba con sus discípulos en la última cena, reunidos, en unidad y amor. El Maestro, en ese lugar de intimidad con los que llamó y escogió, se preocupa por dar las últimas enseñanzas, recordatorios y advertencias, antes de ser atrapado y crucificado.
                Jesús ya no estaría con ellos. Por lo tanto, era importante repetir esa verdad, dejarla muy grabada en sus mentes y en sus corazones porque Jesús sabía lo que sucedería luego de Su crucifixión y muerte. Luego de Su mandato de ir y predicar el Evangelio: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; (20) enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amen” (Mateo 28: 19-20).  En Marcos 16: 15: “Y les dijo: Id y predicad el evangelio a toda criatura”; Jesús sabía del temor que los arroparía al quedarse sin Su Maestro a merced de los fariseos, de los principales del templo y de los romanos. A merced de la persecución, de las cárceles, de las torturas y de la muerte.
                Creo que nunca antes había sido tan necesario recordar quién era Cristo y por qué era tan importante que permanecieran arraigados a Él y a Su Verdad, a Su Evangelio, que en cualquier otro momento.
De hecho, Jesús no se equivocó. Él era Dios y conocía muy bien los pensamientos y corazones de sus discípulos y los de todos, así como sigue conociendo los nuestros. Pedro, finalmente, lo negó tres veces tal y como lo había dicho. El resto, corrió y lo abandonó con excepción de Juan y las mujeres.
Poco tiempo después, aun cuando Jesús les había ordenado que no se fueran de Jerusalén, que esperaran la promesa, muchos desertaron por miedo, por dudar ante Su muerte de que en realidad era el Mesías, el Hijo de Dios y solo quedaron unos pocos.
Entonces, había razones de sobra para que Jesús sintiera la necesidad de recordarles quién era Su Padre, y cuál era la Verdad.
Me recuerda al apóstol Pablo, quien estando preso, ya casi listo para ser ejecutado, escribe cartas como las que le envió a su hijo espiritual Timoteo. Preocupado por que el joven pastor se mantuviera firme, Pablo aprovecha para reafirmar cuál era la verdad en la que había creído, cuáles eran los peligros y las amenazas a las que se enfrentaría, cómo debía combatirlos y cuál debía ser su comportamiento.
¿Por qué? Porque todo maestro se preocupa por que sus discípulos hayan aprendido bien sus enseñanzas, para que no las olviden y para que las pongan en práctica. ¡Cuánto más necesitaría hacerlo el Maestro por excelencia con Sus discípulos!
Es necesario que Jesús, a través de Su Palabra, nos recuerde que solo Él es la única fuente de vida, es la única vid verdadera. ¡Aleluya! Y no existe ninguna otra; las otras son falsas y en ellas moriremos secas espiritualmente y echadas al fuego, pues no habremos de dar buenos frutos.
Entonces, ya no hay razón para continuar como si desconociéramos la verdad o como si hubiese razón alguna para dudar de ella.
De manera que, si buscamos cualquier otra fuente de vida que no sea Jesucristo, nos estamos engañando a nosotras mismas. Estaremos perdiendo el tiempo y lo haremos porque somos obstinadas porque el mismo Jesús nos está advirtiendo.
¿Dónde creemos que está la fuente de nuestra vida? ¿Dónde creemos que viviremos abundantemente? ¿Dónde creemos que está la viña en la que germinaremos y fructificaremos? ¿Dónde está la viña en la que permanecemos? ¿Dónde y quién es el dueño del campo donde he decidido “prosperar”, “progresar”? ¿Dónde y quién es la vid de la que me alimento?
Un labrador es aquel que posee una tierra que cultiva, posee territorio que utiliza para sembrar y cosechar. El dueño, el labrador es el Padre y quien cuida el campo y lo que siembra en este. La vid es el tronco de la uva, cuyas raíces están arraigadas en la tierra, en el campo de Nuestro Labrador, de Nuestro Padre.
La vid sostiene, alimenta, nutre y hace fructificar a los sarmientos, a las ramas. Jesús es la vid y nosotras somos los pámpanos, los sarmientos que daremos muchos frutos. Frutos saludables y exquisitos.
 En este caso, se trata específicamente de una viña, que es donde se cultiva la uva para producir, principalmente, el vino; aunque también acostumbraban producir una especie de jalea muy valorada por la cultura hebrea, entre otras culturas.
Nosotras, tristemente, nos empeñamos en pensar y hasta estamos convencidas hasta el punto de que no llegamos a cuestionarlo, pues lo damos por sentado, que podemos proponernos metas y lograrlas con nuestros propios esfuerzos. Algunas logramos estudiar y luego trabajar en el oficio o profesión en la que nos preparamos. Otras, establecen negocios de diversa índole. Obtenemos ganancias financieras y, con ellas, obtenemos casas, carros, vestimenta, prendas, alimentos, entretenimiento, vacaciones y planificamos toda nuestra vida.
Todo lo que hemos logrado ha sido porque el Señor lo ha permitido, pero habrá un momento en el que el haber habitado en la viña incorrecta… Habrá un momento en el que el haber abandonado el territorio, el campo, la viña de Dios, nos costará un alto precio.
El Salmo 91, versículo 1 dice: “El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente”. “El que habita…” “…al abrigo del Altísimo”. Ese, esa, morará bajo la sombra del Omnipotente. Ninguno o ninguna otra; solo las que han decidido habitar al abrigo del Altísimo. Solo la que ha decidido permanecer en la viña del Señor, arraigadas a la vid verdadera, Jesús.
El Antiguo Testamento registra que una mujer llamada Noemí, su esposo y sus hijos abandonaron Belén debido a una gran hambruna que se sufría en la región desde algún tiempo. Lamentablemente, una vez en Moab, lugar que parecía más seguro, más estable y de mayor provisión, el esposo de Noemí y sus dos hijos murieron.
Entonces, Noemí junto a Ruth, una de sus nueras ahora viuda al igual que ella, decidieron regresar a Belén, a la “Casa del Pan”. Y una vez allí, Ruth decidió recoger espigas en las esquinas del campo de Booz. Allí, Ruth recibió favor y gracia de parte del dueño del campo. Este, incluso, le dijo: “Oye, hija mía, no vayas a espigar a otro campo, ni pases de aquí; y aquí estarás junto a mis criadas (Rut 2: 8) y permitió que espigara tras en su campo.
Así nos dice el Señor hoy: “¡Oye, hija, no vayas a otro campo! ¡No pases de aquí! Espiga aqui en mi campo.”.
Y todavía más, Booz le informó a Ruth las instrucciones que les había dado a sus criados: “Mira bien el campo que sieguen, y síguelas; porque yo he mandado a los criados que no te molesten. Y cuando tengas sed, ve a las vasijas, y bebe del agua que sacan los criados” (Rut 2: 9).
¡Aleluya! ¡Me encanta el trato de Dios para los que deciden habitar bajo Su abrigo! ¡Me encanta el trato del labrador, del viñador con los que permanecen en su viña pegados a la vid verdadera!
Así como Rut tuvo el favor de Booz, el dueño de los campos en Belén donde decidió seguir a su suegra Noemí, donde decidió abrazar al Dios de Noemí; así nosotras somos alcanzadas por el favor y la gracia del viñador, del Padre y nos mantenemos vivas, a salvo y alimentadas por la vid verdadera, Jesús, para dar mucho fruto.
Si no hubiese sido importante para Jesús, si Jesús no hubiese considerado importante dejarles esta enseñanza a sus discípulos y dejarla registrada en las Sagradas Escrituras para que generación tras generación la recibiera, como tú y yo, estoy completamente segura de que no las hubiese pronunciado.
¿O acaso era Jesús un hombre que desperdiciaría Sus palabras? ¿Fue y es Jesús un Dios que malgasta palabras? ¿Son Sus palabras importantes y dignas de nuestra atención y meditación?
Entonces, detengámonos y démosle la importancia que este solo versículo tiene para nosotras. ¡Entendamos! ¡Las cosas no son como nosotras queramos, como decidamos!
¡No podemos continuar alejadas de Dios y pensar que nuestras vidas serán cambiadas, transformadas y restauradas! Si no es a la manera de Dios, si no es pegada a Jesús, no lo lograremos. Nuestras vidas y la de nuestros seres queridos no cambiarán. 
Es hora de hacer un inventario. Es tiempo de detenernos y examinar qué viñas recorremos y a qué vides nos hemos pegado. ¿En qué fuentes confiamos para sustentarnos?
Es a sus discípulos a quienes les está hablando Jesús. A aquellos que permanecieron junto a Él por alrededor de tres años. ¿Somos nosotras discípulas de Jesucristo? ¿Será importante meditar en estas palabras que salieron de Su boca?
La Palabra dice que cuidemos nuestra salvación con temor y temblor (Filipenses 2: 12). Dice que el que esté firme, mire que no caiga (1 Corintios 10: 12). Entonces, ¡que venga la Palabra! ¡Que el Espíritu Santo nos ilumine y nos abra el entendimiento como lo hizo Jesús justo antes de despedirse y ascender al cielo: “(44) Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. (45) Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras;”! (Lucas 24; 44-45).
Este texto bíblico en el que Jesús compara al Padre con el labrador y a sí mismo con la vid verdadera, revela la naturaleza amorosa del Señor. La naturaleza de un rey que estuvo dispuesto a despojarse de Su trono y de toda Su gloria sabiendo a lo que se sometería. Solo por amor a ti y a mí.
Un Dios que en todo tiempo es nuestro abogado delante el Padre e intercede por nosotras. Un Dios, capaz de habernos dejado un enorme y poderoso regalo: el Espíritu Santo. ¡Dios mismo habitando en nosotros!
Un Dios que aun siendo Dios, aun siendo el Rey, aun siendo Todopoderoso tiene la sensibilidad de “olvidar” Su grandeza para querer acercarse a nosotras todo el tiempo.
Un Dios que nos anhela celosamente. Un Dios que nos amó primero. Un Dios que anhela y desea nuestra cercanía, que desea vivir en comunión íntima con nosotras.
Un Dios que, preocupado por que nos mantengamos arraigadas a Él para que no perezcamos, sino que demos mucho fruto, nos recuerda que Él es la vid verdadera.
                ¿Qué hace que un Dios tan grande sea quien anhele que permanezcamos unidos a Él? ¡El amor! ¡Su eterno amor por ti y por mí!
Piensa. ¿Acaso no deseamos hablar todo el tiempo con la persona a quien amamos? ¿No deseamos estar todo el tiempo juntos? ¿No es pura tristeza, sufrimiento y agonía, cuando la otra persona ya no nos llama tanto? ¿Cuando ya no tiene mucho que contarte ni decirte? ¿Cuándo ya no se deleita con solo mirarte y estar cerca de ti? ¿Cuando se va alejando cada vez más sin que puedas evitarlo? ¿Cuándo ya no cuenta contigo para sus planes y tampoco ya formas parte de ellos?
Así mismo nos comportamos con el Dios que es capaz de deleitarse en nosotras. El Dios que ha prometido nunca abandonarte ni desampararte. El Dios que te cuida como a la niña de Sus ojos.
El Dios que tiene esculpido tu nombre en la palma de Su mano. El Dios que te ha amado con amor eterno. El Dios que no deja de amar, de salvar, de sanar y de restaurar.
El Dios que por medio de Su Espíritu Santo te busca todo el tiempo. El Dios que tiene planes de paz para ti, planes de bien y no de mal.
El Dios que preparó de antemano las buenas obras para que las llevaras a cabo. El Dios que escucha y está atento todo el tiempo. El Dios que conoce tu necesidad sin que se la hayas dicho.
El Dios que conoce lo que vas a decir antes de que siquiera haya llegado la palabra a tu lengua. El Dios que promete estar contigo todos los días de tu vida hasta el fin.
¿Quién es este Dios que se revela a mí como “Yo soy la vid verdadera”?  “Yo soy”.  Así comienza su enseñanza Jesús.  Así mismo como le dijo a Moisés cuando este le preguntó que cuando el pueblo le preguntara cuál era el nombre del Dios de sus padres, quien lo había enviado, qué les contestaría. Jehová Dios le contesta: “YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros” (Éxodo 3: 14).
Yo Soy te está hablando hoy a través de Su Palabra, que es Su voz, que es Su voluntad, que es Jesús mismo. Yo Soy se revela como la vid verdadera donde único encontraremos la savia, la esencia, la sustancia que nos alimentará, nos hará crecer, nos fortalecerá y nos permitirá dar mucho fruto.
¿En dónde es que deseas habitar? ¿Al amparo de quién? ¿En qué viña prefieres estar? ¿Quién es el labrador de ese campo? ¿A qué vid te pegarás? 


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