Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús, 
el mismo que en la cena 
se había recostado al lado de él, 
y le había dicho: 
Señor, ¿quién es el que te ha de entregar?

Cuando Pedro le vio, dijo a Jesús: 
Señor, ¿y qué de éste?

Jesús le dijo: 
Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú.
(Juan 21: 20-25)

Yazmín Díaz Torres

     ¡Qué bueno es el Señor! ¡Qué bueno es nuestro Amado Jesús! ¡Qué hermoso y delicado es el Espíritu Santo!
     Esta es una de las últimas palabras sobre las cuales el Espíritu Santo me dio convicción y, aunque acerca de todas ellas me gustaría escribir más, mi deber ahora es manifestar la idea tal y como la recibí sin un poco más y sin un poco menos.
     No importa cuánto tiempo llevemos sirviendo al Señor, mucho o poco. No importa el servicio, el llamado o ministerio en el cual le servimos.
     Dios es celoso y nos ama y protege a todos. Él es el Juez Justo y es quien escudriña los corazones.
     Dios no mira como mira el hombre. Y, si bien es cierto que el caminar en Dios, el servirle y el estudiar y meditar en Su Palabra nos ayudan a crecer, esto no nos da licencia por encima de Dios para juzgar con un corazón incorrecto a los demás.
      Y ese es el problema: aceptar que nuestros juicios, en más ocasiones de lo deseable están infectados, por llamarle de alguna manera, de nuestra propia sabiduría, de nuestro parecer, acompañado de nuestros prejuicios. 
     En ocasiones, fundamentados en una visión muy corta porque quien único tiene todo el panorama es Dios. 
     ¿Acaso Jesús no dejó perplejos a los fariseos, a los principales de la sinagoga y a casi todos con su manera de hablar y de proceder? Tanto fue así que lo crucificaron.
     Al Señor le preocupa que Su Iglesia, que debe ser un cuerpo unido, ande tan entretenido juzgando, criticando y murmurando los unos de los otros.
     Pedro se haría ideas sobre Juan, el discípulo amado. Entonces, expresó lo que había en su interior con una pregunta que le dijo mucho a Jesús acerca del estado de su corazón. 
     Por eso, Su respuesta fue tan fuerte y tajante: ¿Y a ti qué? 
       Cuando Samuel fue instruido por Dios para que ungiera al próximo rey que sucedería al rey Saúl, el profeta pensó que el ungido sería el hijo mayor de la casa de Isaí. No solo eso, sino que erró una y otra vez hasta que, finalmente, tuvo que preguntar si quedaba algún otro hijo.
     ¡Por supuesto que quedaba! Ese era David, el pastor de ovejas, a quien al parecer nadie recordaba, ni su propio padre o no lo consideraban como una posible alternativa.
     Dios utiliza ese momento para reiterar que nadie está por encima de Dios. Ni profetas, ni sacerdotes, ni reyes ni nadie.
     David, incluso, fue tratado como un entrometido cuando al llegar donde sus hermanos con abastos, se enteró de que Goliath tenía amedrentado al pueblo de Israel por 40 días ya.
     Cuando preguntó y sintió en lo más profundo de su ser el llamado para acabar con aquel "incircunciso" fue malamente juzgado. 
     Se le atribuyeron intenciones que no eran las que realmente lo movían irremediablemente a enfrentarse a Goliath.
     Lo cierto es que esa misión solo la llevaría a cabo David y nadie más por designio de Dios. 
     Sus hermanos no lo juzgaban a él, no lo criticaban a él y no intentaron entorpecer el trabajo de él, sino el de Dios. Era contra Dios contra quien peleaban. Era a Dios a quien se enfrentaban.
      En esa posición es en la que nosotros nos colocamos cuando no entendemos las maneras de Dios.
     Dios nos hace un llamado a orar, a orar los unos por los otros y a recibir paz sabiendo que Dios ha escuchado nuestra oración y que el asunto ya está en las mejores manos.
     No es que no enseñemos. No es que no corrijamos. La Palabra nos enseña a hacerlo.
     También nos enseña a ser dóciles, a honrar a los que están en eminencia, a honrar a todos, no solo a los líderes. A someternos a Dios y a las autiridades: "Someteos, pues,  a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros" (Santiago: 4: 7).
      No obstante, hoy nos hace un llamado a ser cuidadosos y a pedirle al Señor que un espíritu recto y noble nos sustente. 
     A que nos ayudemos los unos a los otros con verdadero amor, alegrándonos o sufriendo genuinamente con nuestros hermanos.


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