AL PASAR JESÚS, VIO...

"Al pasar, Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento". (Juan 9: 1)
     El nacimiento de un hijo o hija, por lo general, es motivo de gran alegría y regocijo. Tengo dos hijos y así fue para mí con cada uno de ellos.
     ¡Cuánto más lo sería para los padres de  este hombre del cual nos narra el Evangelio de Juan, Capítulo 9!
    ¿Por qué? Porque en aquella cultura y en aquel tiempo era importante y muy valioso que la mujer, una vez casada, tuviera hijos. De lo contrario, ella viviría estigmatizada, pues se veía como una maldición y la mujer perdía prácticamente su propósito en la vida.
     Recordemos a Sarai y a Abram, quienes no habían podido tener hijos. Vemos cómo ella le adjudica la responsabilidad de su esterilidad a Dios: "Dijo entonces Sarai a Abram: Ya ves que Jehová me ha hecho estéril; te ruego, pues, que te llegues a mi sierva; quizá tendré hijos de ella. Y atendió Abram el ruego de Sarai" (Génesis 16: 2).
     Ya ambos eran viejos, pero Dios les prometió que tendrían un hijo. Sin embargo, al parecer, para Sarai ya había pasado mucho tiempo y pensó que su esposo tendría hijos, pero a través de su esclava egipcia, Agar.
     Así se lo propuso a su esposo y Abram se unió a Agar y tuvieron un hijo al que llamaron Ismael. Un día, Sarai decidió que era necesario expulsar de la casa a Agar, pues esta se jactaba, se burlaba y molestaba a su señora por el hecho de que ella le iba a dar un hijo a Abram y Sara no: "...y cuando (Agar) vio que había concebido, miraba con desprecio a su señora. (5) Entonces Sarai dijo a Abram: Mi afrenta sea sobre ti; yo te di mi sierva por mujer, y viéndose encinta, me mira con desprecio; juzgue Jehová entre tú y yo" (Génesis 16: 4-5). Así fue como Agar terminó sola en el desierto la primera vez.
     Recordemos a Ana, quien lloraba derramando la angustia que llevaba en el corazón, pues no había podido darle un hijo a su esposo Elcana. Este tenía dos esposas: Penina, quien ya le había dado hijos; y Ana.
      Él la amaba y su amor no se supeditaba a la existencia de un hijo. Así le decía para consolarla, pero no fue nunca un consuelo para ella.
      A Ana le sucedía algo parecido a lo que le sucedió a Sarai con Agar: "Y su rival (Penina) la irritaba, enojándola y entristeciéndola, porque Jehová no le había concedido tener hijos" (1 Samuel 1: 6). "Ana lloraba y no comía" cada vez que esto sucedía (v. 7).
     El día que el sacerdote Elí la vio en el templo, la reprendió porque al verla gemir y "hablar" en silencio, pensó que Ana estaba borracha. Sin embargo, al inquirirle acerca de su "mala conducta", Ana le aclaró por qué lloraba: Le pedía al Señor que le diera un hijo y ella se lo entregaría luego a Él para que se dedicara a Su servicio. Así fue como Ana logró su sueño, que luego se convertiría en el profeta Samuel.
     El Nuevo Testamento registra la historia de Zacarías y su esposa Elisabet. Ambos pertenecían a familias honorables. Zacarías era sacerdote, de la clase de Abías y Elisabet era de las hijas de Aarón. Es decir, ambos provenían de familias importantes, de familias sacerdotales (Lc. 1: 5).
     Y, aunque "ambos eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas al Señor" (v. 6), no habían podido tener hijos "porque Elisabet era estéril, y ambos eran ya de edad avanzada" (v. 7).
     No obstante, a Zacarías lo visitó un ángel en el momento en el que se encontraba ofreciéndole incienso al Señor en el santuario. Este le anunció que tendrían un hijo, pues el Señor había escuchado su oración. Su mujer tendría un varón al cual llamarían Juan (el Bautista).
     Este matrimonio le servía fielmente al Señor. Zacarías era sacerdote y, a pesar de que Dios no les había concedido lo que tanto ahnelaban, se mantenían justos delante de Dios e irreprensibles.
     Además, a pesar de su avanzada edad, al parecer  Zacarías se mantenía pidiéndole lo mismo: un hijo. Entonces, podemos inferir que tenía una gran fe y sabía que para Dios no hay nada imposible.
     La Palabra dice que una vez Elisabet quedó embarazada, se mantuvo encerrada en su casa por espacio de cinco meses y decía: "Así ha hecho conmigo el Señor en los días en que se dignó quitar mi afrenta (vergüenza) entre los hombres" (v. 24-25).
     Esto confirma que en aquella época, la mujer sufría un gran oprobio y una gran vergüenza delante de los demás cuando no podía tener hijos. Elisabet estaba muy agradecida con el Señor por la bondad de concederle su sueño más preciado y por no tener que vivir marcada por la sociedad ya nunca más.
     Destaco las experiencias de estas mujeres para demostrar cómo el hecho de no tener hijos se convertía para la mujer en una situación humillante, vergonzosa que la exponía constantemente al agravio, al rechazo y la burla, ya por parte del esposo, de otras mujeres y de la sociedad en general. De manera que era lógico que cada mujer deseara con vehemencia tener hijos.
     Imaginemos entonces a estos esposos, quienes seguramente desearon y esperaron con gran ilusión el nacimiento de su primer hijo o primera hija. Resultó que era un varón. ¡Qué gran alegría deben haber tenido!, pero lo que jamás esperaron es que este niño naciera ciego.
      Así que, podemos entender que tanto estos padres como la criatura inocente quedaron marcados ante todos como pecadores, según las creencias religiosas de la época. Lo peor de todo es que ellos mismos quedarían sorprendidos, estupefactos y sin poder comprender por qué razón les había sucedido a ellos algo así.
     Se sentirían pecadores, indignos y verían en la fatalidad de su hijo, el catigo de Dios que los dejaba expuestos y que los sometería de por vida al escarnio, al rechazo, a las miradas acusadoras. Que los privaría, en especial al hijo, de toda posibilidad de llevar una "vida normal" dentro de aquella cultura.
     ¡Qué peso tan grande el de llevar una culpa que no se comprende, que te deja sin palabras, atónito! Peor aún, que te obliga a alejarte de todos, de tus sueños y hasta de Dios.
    Imagino a esos padres tratando de explicarle al hombre en su niñez los muchos "NO" a los que comenzaba a enfrentarse y a los que debería acostumbrarse de por vida.
     ¿En verdad habían pecado él o sus padres? ¿En verdad Dios los había castigado? ¿En verdad no lo amaba Dios?
     Cuando Jesús pasó y lo vio, este vivía como un mendigo. No tenía un trabajo con el cual pudiera "ganarse la vida" y, por lo tanto, no tenía una casa a la que pudiese llegar a descansar. No tenía un hogar, con una esposa e hijos que lo esperasen, por quienes preocuparse ni con quienes cenar.
     No tenía lugar en la sinagoga ni a un Dios a quien pudiera servir ni ofrendar ni adorar.
     Lo que nadie le pudo quitar fueron sus sueños. No le pudieron quitar su temor reverente ni su amor a Dios.
     Cuando Jesús lo vio y se acercó acompañado por sus discípulos, no fue para darle una limosna.
     Cuando Jesús lo vio y se acercó ya conocía cuál era su condición y su verdadera necesidad. La Palabra dice que Él conoce de qué cosas tenemos necesidad. Dice que antes de que llegue la palabra a nuestra lengua, Él ya la sabe toda.
     A veces, nosotros pedimos por cosas que creemos que necesitamos, pero el Señor sabe mejor que nosotros lo que realmente necesitamos. Esto nos consuela y nos da confianza para aceptar Su voluntad.
     Recordemos que Jesús, hecho hombre, seguía siendo Dios. Recordemos cómo conocía el nombre y el carácter de Natanael y cómo este quedó impactado con la persona de Jesús y se postró ante él al reconocer que era el Mesías, el Hijo de Dios. Recordemos cuando Jesús también le reveló que lo había visto y conocido mientras Natanael se encontraba debajo de un árbol.
      No había manera de que supiera ni su nombre ni su personalidad ni dónde había estado a menos que se tratara de Jesús. Dios conoce muy bien nuestros nombres, quiénes somos, qué estamos haciendo. Conoce nuestros pensamientos y hasta lo más profundo de nuestro corazón.
     De igual forma, sabía que pasaría cerca de este hombre ciego e indigente; y sabía muy bien lo que haría con él y con qué propósito o, más bien, propósitos lo haría.
     Jesús lo sanó en el día de descanso y de una forma inusual. Luego, le dio instrucciones: VE y LÁVATE en el estanque de Siloé (que traducido es, ENVIADO).
     El hombre FUE y se LAVÓ los ojos en el estanque del ENVIADO. Jesús lo podía sanar con solo dar la orden, pero esta vez escupió en la tierra, hizo lodo que untó en sus ojos y lo envió a lavarse. Y el hombre obedeció.
     FUE y LAVÓ son verbos de acción porque en ocasiones, nuestro milagro requerirá, además de la intervención divina, nuestro accionar en fe.
    Cada pasó que este hombre dio hasta llegar al estanque, fue un paso de fe. Meter sus manos en el estanque fue un acto de fe. Lleenarlas de agua tratando de que esta no se escapara por entre sus dedos fue un acto de fe. Llevar el agua hasta sus ojos y lavarse fue un acto de fe. Abrir sus ojos para saber si había ocurrido el milagro fue un acto de fe.
     ¿Qué estaría pensando este hombre en cada uno de estos momentos? ¿Qué estás pensando tú con cada paso de fe que das?
     Mientras continuemos caminando en fe, dando pasos en fe, llegaremos al estanque, meteremos nuestras manos, las llenaremos del agua del Espíritu Santo y de la Palabra de Dios que nos lava, nos sana y nos permite verlo todo a la luz de quien es Luz.
     Puedo imaginar a todos los presentes observando todo atentamente, con sus bocas abiertas.
     Unos creyendo al instante en que ocurrió el milagro y "recibiendo la vista" también al instante. Otros, incrédulos y escépticos o temerosos, como sus propios padres temieron ser expulsados de la sinagoga por los fariseos.
     Por otro lado, los fariseos a punto de desmayar, escandalizados, ofendidos, con el peso de su religiosidad a cuestas y oscureciendo como siempre sus vidas tan necesitadas de Cristo como este ciego, pero sin poder ni querer aceptarlo.
     La verdad estaba ante sus ojos: el testimonio viviente del hombre que había recobrado la vista. Además, su testimonio al contestar sus preguntas: "...una cosa sé, que habiendo sido yo ciego, ahora veo" (Juan : 25).
     ¡Ah! El Señor es experto viéndonos, acercándosenos, transformándonos. Es expeto marcando tiempos y las difrencias entre estos tiempos. Hasta la Historia lo marca con "Antes de Cristo" y "Después de Cristo".
     Y este hombre tuvo un ANTES DE CRISTO y un DESPUÉS DE CRISTO.
     ANTES: Ciego, mendigo, pecador, maldito, rechazado, solo, desprovisto de todo, sin esperanza...
     DESPUÉS: Sano, lleno de esperanzas, con una nueva vida, reintegrándose a la sociedad, con un futuro, agradecido del Señor y sabiéndose amado por Dios...
     Nosotros también tenemos o podemos tener un ANTES y un DESPUÉS de Cristo en nuestras vidas.
     Y según le fueron abiertos sus ojos físicos, le fue dada la luz de la Verdad, le fue dada sabiduría y revelación. Le fue dada valentía para contestar y confrontar a los fariseos con denuedo, sin temor, dejándolos en vergüenza, sin palabras en la boca.
     Lo primero que les hizo fue una pregunta atrevida, impactante y retante: "¿Queréis también vosotros haceros sus discípulos?".
     Los fariseos, quienes ANTES ni miraban al ciego de nacimieto ni cruzaban palabras con él; AHORA estaban muy interesados, lo interrogaban, discutían con él y trataban de convencerlo (aunque en realidad yo creo que trataban de convencerse a sí mismos, pues la prueba, el milagro de sanidad era irrefutable).
     Lo segundo que el "nuevo hombre" les dijo fue: "Pues esto es lo maravilloso, que vosotros no sepáis de dónde sea, y a mí me abrió los ojos" (v. 30).
     ¿Cómo que no sabían de dónde era? Ellos eran los maestros de la Palabra, ellos eran estudiosos de la Torah y conocían las profesías.
     ¿Por qué no quisieron reconocer que este era el Cristo, el Mesías esperado y prometido, el Hijo de Dios ni aún viendo las señales? ¿Por qué no quisieron creer? ¿Por qué preferían permanecer ciegos si habían visto?
     El tercer "batazo" se lo da cuando tan tranquilamente les dice "pecadores". Resulta que en verdad  los pecadores son ustedes y no yo: "Y sabemos que Dios no oye a los pecadores; pero si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad, a ese oye" (v. 31).
     ¿Cómo este hombre sabía esto si no tenía oportunidad de "congregarse"? Pues lo sabía. Él dijo: "Y sabemos...". Es decir, ustedes y yo, todos lo sabemos.
     Resulta que conocía lo que establecía la Ley y AHORA con mayor revelación todavía, pues la había experimentado en su propia vida a través de su sanidad.
     ¿Cuántas veces a lo largo de su vida debe haberle implorado a Dios? Dios lo escuchó. Por eso envió a Su Hijo, quien con Su poder y autoridad lo sanó, lo que implica que este "pecador" era temeroso de Dios y hacía su voluntad. ¡JA!
     Por eso no debemos juzgar. Todavía lo seguimos haciendo y si Dios nos fuera a tratar como merecemos, estaríamos todos muertos.
     Además, no se trata de aparentar piedad, no se trata de títulos o puestos. Estos que más sabían de la Palabra y debían pastorear y liderar, debían ser los más humildes, los más temerosos, los más obedientes... No los con más privilegios, los poderosos para oprimir, para poner cargas pesadas en los creyentes, para juzgar malamente, sin amor ni misericordia.
     Este hombre les está diciendo que a Dios no se le engaña. Está diciendo que no se deja deslumbrar por las apariencias, ni por la estirpe, ni la procedencia, ni el cargo que se ostenta en el gobierno, en la iglesia ni en la sociedad en general. Además, Él bendice a quien quiere bendecir y quién podrá cuestionarle.
    En cuarto lugar, el hombre que AHORA ve, continúa ofreciendo la verdad, revelación: "(32) Desde el principio no se ha oído decir que alguno abriese los ojos a uno que nació ciego. (33) Si este no viniera de Dios, nada podría hacer".
     ¿Desde qué principio? Una vez más los fariseos son confrontados con la Palabra. DESDE EL PRINCIPIO, o sea, las Escrituras no registran que alguien haya dado la vista a un ciego de nacmiento. Por lo tanto, este hombre tiene que proceder de Dios.
     ¡Del Dios de lo imposible! Otros no pudieron. No han podido hasta que llegó este y lo hizo.
     ¿Tienes alguna situación difícil que nadie ha podido ni puede resolver? ¡Este Jesucristo es el que puede!
     No nos perdamos la reacción de los fariseos en el v. 34, cuando sintieron, y era la verdad, que "este pobre hombre ignorante  pecador", les instruía: "Tú naciste del todo en pecado, y nos enseñas a nosotros? Y le expulsaron".
      ¡Ah, pues claro que lo expulsaron si en este hombre había ocurrido una dramática y peligrosa transformación!
      ANTES: fue víctima del sistema religioso y las convenciones culturales y sociales.
     AHORA: un milagro viviente, testigo, enviado, evangelista, predicador, maestro de la Palabra, discípulo de Cristo.
      Esos son los ANTES y DESPUÉS del Señor: "De lo vil y lo menospreciado escogió Dios para avergonzar a los sabios".
     Si al ENVIADO DE LOS ENVIADOS, lo expulsaban de la sinagoga, lo insultaban y lo querían matar, ¿cómo a este "Enviado" no lo expulsarían? El discípulo no es mayor que su maestro.
     Jesucristo: ¡SALVADOR, REDENTOR, SANADOR, RESTAURADOR, DIOS TODOPODEROSO¡
     Hizo y dijo lo que vio del Padre  lo que el Padre le dijo que dijera e hiciera; y para lo que le dio toda potestad en el cielo  en la tierra.
     Y ahora hace por medio de Su Espíritu Santo y Este a través de Sus Hijos y de Su Iglesia.

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