LLAMADO: Y YO TAMBIÉN TE DIGO QUE TÚ ERES…
“Y yo también te digo, que
tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré
mi iglesia; y las puertas del Hades no
prevalecerán contra ella”. (Mateo 16: 18).
Yazmín Díaz Torres
Desde el Antiguo Testamento hasta el Nuevo, se puede
apreciar cómo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, expresa el deseo constante de
mostrase, de revelársele a la humanidad con el propósito de que le conozcan, de
que crean en Él, y de que decidamos vivir cerca de Él obedeciéndolo y amándolo
con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser.
También se nos
revela para llamarnos y enviarnos a hacer lo que Él ya preparó desde antes de
la fundación del mundo para cada uno de nosotros. Nada ni nadie deberá ocupar
ese lugar. Él debe ser nuestro único Dios.
Se dice fácil, se lee fácil y rápidamente, pero cada uno
de estos aspectos, cada una de estas “epifanías” es vital, es importante y
tiene grandes implicaciones para el reino de los cielos, para la Iglesia de
Jesucristo y para cada uno de nosotros en nuestro carácter individual.
Por eso, por ejemplo, las Sagradas Escrituras registran
cómo Jehová se le reveló a Abraham, un hombre que no lo conocía, que creía en
muchos otros dioses. Un hombre a quien Dios mira y escoge e, inmediatamente, da
órdenes muy específicas y radicales como: “Vete de tu casa y de tu parentela…”.
Un hombre a quien
Dios bendijo y, con él, al resto de sus generaciones al punto de que todos
nosotros somos recipientes de dichas bendiciones. ¡Por eso es que cada epifanía,
cada encuentro entre el hombre y Dios, entre Dios y el hombre, marca tiempos,
marca verdades, marca nacimientos, marca cambios, marca generaciones, naciones
y mucho más!
La Palabra dice que
Dios llamó a Abraham, “amigo”. Igual de interesante es el hecho de que el Señor
le cambió el nombre de Abram a Abraham. Lo mismo hizo con la esposa del
patriarca, quien llevaba por nombre Saraí y luego Dios la llamó Sara. Esos
cambios de nombres tienen razones de ser.
Le cambió el nombre
a Jacobo y a varios de sus discípulos.
¡Imagínense! No es
cualquiera quien nos cambia el nombre. Es nada más y nada menos que Dios, quien
lo cambia por alguna razón específica e importante que solo Él comprende en
toda su magnitud, aunque nosotros y los estudiosos en la materia le puedan dar
alguna explicación razonable. Aun así, debemos reconocer que “Sus pensamientos
son más altos que nuestros pensamientos”.
Lo mismo ocurrió con
Moisés, quien había crecido al amparo de Faraón y vivió (durante 40 años),
lógicamente, al estilo de las costumbres y de la cultura egipcia, quienes
también creían en muchos dioses y no conocían a Jehová, el Dios de los hebreos.
Moisés desconocía cuál
era su verdadera identidad, pero Dios la conocía muy bien; y conocía muy bien
por qué había permitido que se criara como el hijo de la hija del Faraón.
Dios eligió el
momento exacto. Moisés había vivido durante 40 años como príncipe en Egipto.
Luego, Moisés abandonó Egipto, a su “familia” y su manera de vivir. Entonces,
vivió 40 años más, pero ahora como pastor de ovejas con su esposa y su suegro
en Madián.
Finalmente, Dios se le revela a Moisés en la
llama de fuego que ardía en medio de la zarza. Dios conocía, por supuesto, su
nombre: “Viendo Jehová que él iba a ver,
lo llamó Dios de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió:
Heme aquí” (Éxodo 3: 4).
Dios también le reveló Su nombre e identidad.
La primera vez le dijo a Moisés: “Yo soy
el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob” (Éxodo
3: 6). De esta manera, Moisés tendría un marco de referencia de quién le
hablaba y, así, tendría una mejor comprensión de ese Dios.
Dios se revela como un Dios misericordioso,
fiel y libertador, quien conocía y se había compadecido del sufrimiento de su
pueblo, quien había escuchado su clamor y quien estaba al tanto de la maldad de
Faraón y de cómo este los había esclavizado y oprimido.
Paso seguido, le
explicó a Moisés por qué lo estaba llamando, para qué lo estaba llamando y a
qué lo enviaría: “Ven, por tanto, ahora
y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de
Israel” (Éxodo 3: 10).
¡Así! ¡Sencillito!
Luego de tanto tiempo (40 años como príncipe en Egipto y 40 como pastor de
ovejas), Dios se aparece, se le revela a Moisés, lo llama y lo envía
inmediatamente. ¡Sí, Moisés, es para ahora mismo!
Seguramente Dios te
ha llamado por tu nombre, a ti, no a otro u otra; y seguramente te ha dicho
para qué te quiere; pero es posible que no haya sucedido mucho de lo que te dijo
que sucedería.
Parece que el patrón
es que en cualquier momento te pudiera llamar nuevamente, pero que esta vez te
diga: ¡Hija, Hija!, mencionando específicamente tu nombre. ¡Ahora es! Y tú: ¿Quééé?
Y Él: ¡Sí, es ahora!
¡Jajá! ¡Qué
espectacular! ¿Verdad? Es que estas cosas no son cuentos o historias que
aparecen en la Biblia. Esta es la verdad. Este es quien Dios es. Uno que nos conoce
por el nombre, pues fue Él quien nos pensó y nos creó con un propósito en específico.
Jesús reconoció a
Natanael desde lejos porque ya lo conocía bien. El sorprendido y el incrédulo fue
Natanael, no Jesús. En Jesús no había dudas respecto a Natanael como no tiene
dudas respecto a ti y a mí. ¡Gracias, Señor!
¡Seguramente la
tarea nos parecerá grande! Y, seguramente, nos sintamos incapaces a pesar de la
pasión que sentimos por Dios y por ese llamado.
En estos momentos es
que Dios se nos revela de maneras sorprendentes y nos promete que Su presencia
irá con nosotros. ¡Estoy segura de que obedeceremos como lo hizo Moisés,
confiando en el majestuoso poder de Dios! ¿Cierto?
Tan pronto Moisés
titubeó como si hubiese dado dos o tres pasos hacia atrás, juzgando según su
propia condición de desconocimiento de este Dios de los hebreos, Dios se vio en
la necesidad de revelarse una vez más: “Y
respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de
Israel: Yo Soy me envió a vosotros” (Éxodo 3: 14).
Es decir, es usual
que Dios se le muestre al “hombre” (y a la mujer) para, a su vez, revelarle
quién es él (el hombre o la mujer), para llamarlo y para encargarle una misión
(propósito). En muchas ocasiones, para cambiarle el nombre antes de dedicar su
vida a la ejecución del plan de Dios o durante ese tiempo.
Ya sabemos que a lo
largo del Antiguo Testamento, Dios continúa revelándose a Su pueblo con
diversos nombres revelando, a su vez, Su naturaleza.
¡Claro! También es usual que Dios no lo revele
todo porque si así lo hubiese hecho con Moisés y con otros, es muy probable que
hubiesen reaccionado como Jonás, quien desobedeció y trató de huir de Dios y de
la misión que le había encomendado.
Entonces, lo que deseo puntualizar es que, Dios en Sus
tres personas, no solo se le ha revelado de formas distintas al ser humano,
sino que nos deja ver cómo Él está muy al tanto de quiénes somos nosotros, conoce
nuestro nombre y cómo nos cambia el nombre revelándonos, entonces, a nosotros
nuestra verdadera identidad dada por Él, quien nos conoce mejor de lo que nos
conocemos a nosotros mismos.
También, podemos apreciar que Dios conoce lo que casi en
todo tiempo nosotros desconocemos: conoce nuestro propósito en el reino de los
cielos. ¡Claro! Él pensó en nosotros, nos dio nombre y propósito desde antes de
la fundación del mundo. ¿Cómo no habría de saberlo?
Esa es una gran
razón para confiar en lo que Él dice acerca de nosotros. Es una gran razón para
no creer las mentiras que Satanás inventa sobre quiénes somos, sobre lo que
seremos o no podremos ser.
Y esa es la mejor
razón para buscar en Dios y no en los hombres, las respuestas a las preguntas
que todos en algún momento nos hacemos: ¿Quién soy para el Señor y en el Señor?
¿Cuál es mi llamado? ¿Cuál es mi propósito en Cristo? ¿Qué exactamente quiere
que haga? ¿Para qué fui creada?
El problema en muchas ocasiones es que nos preocupamos
mucho y le damos un excesivo valor a lo que dicen otros acerca de mí, a lo que
otros piensan que es mi llamado; a la evaluación, al juicio y a la opinión que
otros tienen de mí. A lo que dicen otros que yo soy y cómo soy. Y esto incluye
a nuestros familiares y amigos, tanto como a hermanos en la fe y líderes, entre
otros.
Solo recuerda todo lo que pensaban de Jesús, quien solo
se hizo hombre para salvar al mundo. Piensa en las acusaciones que le hicieron.
Piensa en los insultos, calumnias.
Piensa en la reacción de su propia familia. Piensa: “¿De Nazaret puede salir algo
bueno?” ¿No fue el día de Pentecostés cuando acusaron a los 120 de estar
ebrios? ¿No fue el sacerdote quien pensó que Ana se encontraba en estado de
embriaguez en el templo?
De hecho, en el libro del Apocalipsis se hace referencia
― en una de las cartas que en la visión le ordenó el Señor a Juan escribir al ángel
de una de las siete iglesias, a la de Pérgamo―, que: “Al que venciere, daré a
comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel
que lo recibe” (Apocalipsis 2: 17).
Entonces, ¿a quién
le vamos a creer? ¿Creeré lo que ha dicho el Señor acerca de mí? ¿Creeré aquello sobre lo que el
Espíritu Santo me convence? ¿O creeré lo que las voces de la mentira, de la
incredulidad, del temor y del rechazo dicen acerca de mí?
¿Cuál de las voces
es fiel y verdadera? ¿Cuál de todas las voces es la que no miente? ¿Cuál de
ellas es la voz de la Sabiduría? ¿Cuál tiene todo el poder y la autoridad?
¿Cuál es la que decide el destino de los hombres? ¿Cuál de todas ellas desea lo
mejor para ti?
Cuando Saulo iba
camino a Damasco, el Señor detuvo su paso, lo llamó y lo cuestionó: “Mas yendo por el camino, aconteció que al
llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó un resplandor de luz del
cielo; (4) y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿Por
qué me persigues?” (Hechos 9: 3-4).
El Señor conocía muy
bien a Saulo por razones obvias. Conocía su nombre. Y re-pen-ti-na-men-te, la vida de Saulo cambió cuando al Señor le
pareció que había llegado el tiempo de revelársele, de aclararle cuál sería
desde ese momento su nueva identidad, su nuevo nombre y cuál sería su nueva
misión. ¡Alabanzas al Cordero!
¡Así! En el tiempo
de Dios. Cuando su vida no podía ser “mejor”. Cuando gozaba de “buena
reputación” entre los suyos, diríamos que hasta de “fama”. Su futuro estaba claro
para él…hasta ese momento en el que quedó completamente ciego al chocarse con
Dios. ¡Repentinamente! ¿Repentinamente para quién? Porque no fue repentinamente
para Dios.
Saulo preguntó: “¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy
Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón” (Hechos 9: 5).
Jesús se presenta;
Jesús se le revela a Saulo dejándole saber que Saulo no lo conocía, pero Jesús
sí lo conocía muy bien a él.
Entonces, vemos a un
Saulo que no habíamos visto hasta ahora. Ya sabe que el Señor quiere que él
haga algo, pero no tiene idea de qué es: “Él,
temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿Qué quieres que yo haga? Y el Señor le
dijo: Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (Hechos
9: 6).
Este es un Jesús
temible, un Jesús con autoridad y un Jesús que todavía trata a Saulo con cierta distancia: “…y se te dirá lo que debes hacer”. Jesús no dice: “Y Yo te diré lo
que debes hacer” o “Yo te diré lo que Yo quiero que hagas”.
Obviamente, Saulo
había estado equivocado todo el tiempo acerca de lo que debía hacer para el
Señor. Había creído, erróneamente, toda su vida que hacía lo debido. No es
hasta ahora que va a enterarse. Ahora es cuando su vida cambiaría radicalmente
al conocer al verdadero Dios, al revelársele el verdadero Dios.
Si Pablo tembló y sintió
temor, debe ser normal que también tu y yo temblemos y temamos. No obstante, con
temor o sin él, con temblor o sin él, la pregunta lógica es esa: “Señor, ¿Qué quieres
que yo haga?”. Él contestará de una forma u otra.
De hecho, es Ananías
quien primero se entera del propósito de Dios para Saulo de Tarso y es Ananías
a quien el Señor comisiona para que le imponga las manos y le explique para qué
lo llamaba el Señor.
El texto bíblico dice:
“(15) El Señor le dijo: Ve, porque
instrumento escogido me es este, para llevar mi nombre en presencia de los
gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel; (16) porque yo le mostraré cuánto
le es necesario padecer por mi nombre” (Hechos 9: 15-16).
¡Instrumento
escogido me es este!, te dice el Señor. ¡El Señor! Porque muchas veces, el
hombre desecha lo que Dios valora. El Señor no mira como nosotros y lo sabe
todo. El Señor mira lo que está en el corazón. Él dispone todas las cosas y cómo
cuestionarle.
Si nos hubiese
tocado a nosotros decidir el destino del “ladrón de la cruz” quien reconoció
que Él era el Mesías y que no merecía semejante muerte… ¿Qué hubiésemos decidido?
Mas a su pedido de que se acordara de él cuando viniera su reino, Jesús le
contestó: “De cierto te digo que hoy estarás
conmigo en el paraíso” (Lucas 23: 4243).
No solo Ananías
impuso sus manos sobre Saulo para que recobrara la vista y fuera lleno del Espíritu
Santo por orden del Señor. También, el Señor le cambió el nombre de Saulo a Pablo.
Cuando Pablo relata
su conversión, narra que el Señor le contestó: “Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues” (Hechos 22: 8). Y añade
que cuando Ananías le impuso sus manos, le dijo: “(14) El Dios de nuestros padres te ha escogido para que conozcas su
voluntad, y veas al Justo, y oigas la voz de su boca. (15) Porque serás testigo
suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído” (Hechos 22: 14-15).
¿Crees que hay
alguna diferencia significativa en el llamado que el Señor te ha hecho a ti o a
mí? Yo no lo creo. Estas palabras son congruentes, es decir, concuerdan con la comisión
que Jesús les dejó a sus discípulos justo antes de ascender al cielo, que es la
comisión que nos ha hecho a nosotros sus discípulos también.
¡Atiende!: “El Dios de
nuestros padres te ha escogido para que conozcas su voluntad, y veas al Justo,
y oigas la voz de su boca. (15) Porque serás testigo suyo a todos los hombres,
de lo que has visto y oído” (Hechos 22: 14-15).
¡Pon tu nombre!
Pongamos nuestro nombre: Julia,
Victoria, Luisa, Rafael, Fernando, José, “el Dios de nuestros padres te ha escogido
para que conozcas Su voluntad, y veas al Justo, y oigas la voz de Su boca. Porque
serás testigo Suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído”.
¡Increíble! ¡Y todavía
no he llegado al punto más importante que deseo resaltar!
Regresemos al pasaje en el que Jesús les pregunta a sus discípulos “quién dice la gente que yo soy” y, acto seguido, “y quién dicen ustedes”.
Regresemos al pasaje en el que Jesús les pregunta a sus discípulos “quién dice la gente que yo soy” y, acto seguido, “y quién dicen ustedes”.
Fijémonos, Jesús está
interesado en saber si los hombres a quienes ha llamado y a quienes ha escogido
para que lo sigan y se conviertan en sus discípulos, lo conocen en realidad.
Por eso, comienza preguntándoles
acerca de lo que decían las demás personas, pero lo que realmente le interesaba
saber era lo que sabían ellos.
El hecho de que Jesús
lo supiera por ser Dios y que aun así se lo preguntara, implica que para Él era
importante hacer que los discípulos se detuvieran a pensar, a reflexionar, a
cuestionarse a sí mismos si estaban seguros de quién era la persona a la que habían
decidido seguir.
Un discípulo debe
conocer a Su maestro. No debe tener dudas acerca de quién es porque, entonces,
cómo confiar en sus enseñanzas. Y cómo esas enseñanzas serían tomadas como
verdades incuestionables, cómo se arraigarían esas enseñanzas en ellos y cómo
las enseñarían a otros.
¿Cómo podrían ser
buenos discípulos y cómo, a su vez, podrían ir y predicar el evangelio, y hacer
discípulos en todas las naciones?
Por cierto, la
palabra dice: “Pero sin fe es imposible
agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le
hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11: 6).
Luego de que los discípulos
contestan la primera pregunta, es Simón Pedro quien contesta la segunda,
acertadamente: “Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios viviente” (Mateo 16: 16).
Para Jesús es
importante que, por medio de Su Palabra y del Espíritu Santo, nos sea revelada
esa verdad y que la creamos como lo hizo Pedro. Para Jesús es importante que lo
reconozcamos como el Único Dios, el Dios Todopoderoso.
Sin embargo, Jesús
no solo se toma el tiempo de asegurarse de que sus discípulos lo sepan. También
le interesan otros asuntos.
En primer lugar, a Jesús
le interesa que tú y yo sepamos que Él sabe muy bien quiénes somos nosotros. A Jesús
le es necesario revelarnos nuestra identidad a la luz de la Suya.
Jesús desea que
sepas que Él también te conoce a ti. Por eso le dice a Pedro: “Y yo también te digo, que tú eres Pedro…”
(Mateo 16: 18ª).
Es decir, Jesús lo
que está diciendo es: “Tú ya me dijiste quién soy Yo; ahora Yo te digo que yo sé
quién eres tú.
¡Transfiérelo! Jesús nos dice a ti y a mí: “Y yo también te
digo, que tú eres…” ¡Añade tu nombre! ¡El Señor conoce muy bien tu nombre y
sabe muy bien quién eres!
En segundo lugar, el
Señor se reconoce a sí mismo como la
roca sobre la cual edificará Su Iglesia. Podemos entender que, al hacer esto,
reconoce nuestra participación como piedras vivas (1 Pedro 2: 4-5)
fundamentadas sobre la piedra principal del ángulo (Efesios 2: 20; 1 Pedro 2:
6), que es Jesucristo.
En tercer lugar, al
ser edificada la Iglesia sobre la roca inconmovible y no sobre arena, las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mateo 16: 18b). Esta es una declaración
contundente que afirma, promete y asegura que nada podrá vencer a Su Iglesia,
de la cual formamos parte o, más bien, que somos nosotros.
Iglesia, refiriéndose
a todos los que llamó y escogió; y a aquellos que decidieron decirle que sí y
seguirle; a aquellos que decidieron separarse y consagrarse a Él.
Entonces, Jesús le entrega a Pedro, y te entrega a ti y a mí, las
llaves del reino de los cielos con las cuales nos da poder y autoridad en Su
Nombre para atar y desatar en la tierra todo lo que debe quedar atado y desatado
en el cielo.
El Señor te ha dado poder por medio del Espíritu Santo y
autoridad en el Nombre de Jesús de Nazaret para que puedas llevar a cabo lo que
te ha encomendado al revelársete y al haberte llamado por tu nombre.
Hoy el Señor quiere que sepas que Él te reconoce, te recuerda
que te llamó por tu nombre y que te escogió. Y que te dice: “Y tu eres…”.
Y…repentinamente
cambió o cambiará, sin duda, el rumbo de tu vida. Y…repentinamente te comisionará
y te enviará. ¡Así! ¡Re-pen-ti-na-men-te!
Como suelo decir, la
Palabra de Dios dice que iremos de gloria en gloria. Por eso, suelo recordarme
que hay mucho más por conocer a Dios, que puedo acercarme más porque eso es lo que
Él desea. Él desea revelarnos Sus misterios.
La palabra dice: “Cosa que ojo no vio ni oído escuchó, son
las que Dios ha preparado para nosotros” (1 Corintios 2: 9).
Lo único que hace
falta es que como Moisés le digamos: ¡Heme aquí!
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