CONSUELO: ¿Por que lloras?
¿Por qué lloras?
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Foto tomada de lamenteesmaravillosa.com |
Yazmín Díaz Torres
I
¿Alguna vez te ha sucedido algo que te ha provocado llanto y alguien, queriendo consolarte, te ha dicho “…pero no llores”? Mientras, hay otros que contestan: “Déjalo que llore, eso es bueno para limpiar el alma”. En ambos casos, esas personas han tratado de consolarnos. Seguramente no quieren que suframos. Posiblemente no saben qué hacer con nuestro dolor; más aún, es probable que ni ellos mismos sepan cómo manejar el suyo.
Sin embargo, hay distintos tipos de llantos. Es decir, lloramos por distintas razones. A veces se llora por alegría, por la emoción, ante una gran sorpresa, delante de la presencia de Dios; o por coraje, por frustración, por miedo, por dolor físico, por dolor en el alma, porque nos sentimos desconsolados, angustiados, desesperanzados. Lo cierto es que todos en algún momento lloramos.
Para unos, llorar es señal de debilidad; por eso reprimen el llanto y no se permiten llorar delante de otros. No obstante, hay ocasiones en la vida en el que el llanto se agolpa de tanto contenerlo y, de golpe, estalla. Entonces, parece un estruendo que brota de lo más profundo del alma y que, aunque se intente, no se puede detener. Otras veces, es un llanto silencioso, pero doloroso y llanto al fin. Puede que estemos llorando, gimiendo de dolor sin siquiera derramar una sola lágrima.
Olvidémonos ahora de lo que piensan otros acerca de los que lloran ya sea de una manera evidente o no. Es más, olvídate de lo que puedas pensar tú. ¿Sabes acaso lo que piensa Jesús de los que lloran? Él dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.” (Mateo 5: 4) ¡Esto lo dijo Jesús!, en el Sermón del Monte cuando ofreció un discurso importantísimo, el de “Las Bienaventuranzas” (Mateo 5: 1-12).
II
II
Hacía muy poco había comenzado Su ministerio, según explican las Escrituras en Mateo 4: 17-25. Junto al mar de Galilea, comenzó a predicar y a llamar al arrepentimiento. Justo en ese tiempo, escogió a sus discípulos. Allí vio a dos hermanos, a Simón y a Andrés, quienes eran pescadores. Los llamó prometiéndoles que los convertiría en pescadores de hombres y estos lo dejaron todo y lo siguieron inmediatamente. También, llamó a Jacobo y a su hermano Juan, quienes reaccionaron de la misma forma.
Según Mateo 4: 23, “Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.” Desde entonces, dice la Palabra de Dios, se difundió Su fama y le siguió mucha gente.
¿Por qué te cuento todo esto? ¡Ah!, porque fue entonces que Jesús subió al monte, se sentó y se unieron sus discípulos, aquellos a quienes Él mismo había escogido y quienes le siguieron inmediatamente. Allí les enseñaba quiénes, en Su reino, eran realmente bienaventurados, es decir, dichosos, afortunados, agraciados.
¡En Su reino….! Porque para este mundo, ser bienaventurado significa tener un buen trabajo, un buen carro, una cuantiosa cantidad de dinero en el banco. Algunos le llaman ser exitoso. Para otros tiene que ver con títulos universitarios, estatus social, amigos e influencias con poder y dinero. En fin, la lista es larga y se ajusta a los deseos de cada persona. Y no está mal; lo que preocupa es el hecho de que pongamos nuestra felicidad y nuestro corazón en estas cosas que pertenecen al mundo y no en Dios.
La Palabra dice: “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”. Es decir, aquello que es más importante y valioso para ti, aquello en lo que piensas, inviertes tiempo y energía o aquello que más deseas, es donde tu corazón se encuentra. Si existen otras cosas más valiosas para nosotras, entonces no lo es Dios, pues ellas ocuparán toda nuestra atención, nuestro tiempo y nuestro amor. Ellas ocuparán el espacio que le corresponde a Dios. Además, la Palabra dice: “Poned la mirada en las cosas de arriba…”.
Ser bienaventurada, dichosa, afortunada, agraciada es aceptar la salvación que el Señor nos ofrece y vivir para Él. ¡Ese es el verdadero tesoro que nos enriquece!, pero con otro tipo de riquezas.
No obstante, en palabras de Frank López, pastor y escritor del libro Bienaventurados los discípulos (2014, Casa Creación, p. 5), “Esta palabra (“bienaventurado”) proviene del término griego “makarios”, que denota a una persona de la cual Dios se ocupa de forma personal a fin de que esté totalmente satisfecha, completa y bendecida. Define a alguien que aunque esté en el mundo, se mantiene apartado de él, ya que Dios lo rodea y levanta una columna de fuego para su protección.” ¡Qué maravilloso! ¿Verdad?
Esto quiere decir que para el reino de este mundo y para el reino de Dios, ser bienaventurado son dos cosas muy distintas. ¿Quién podría pensar que los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de limpio corazón, los pacificadores, los que padecen persecución, los que son vituperados (despreciados, calumniados…) y perseguidos son los que Jesús llama bienaventurados en el Sermón del Monte?
III
IV
Llorar por nuestro país
Llorar a causa de los enemigos
¡Qué gran enseñanza!
Nota Final
Esto quiere decir que para el reino de este mundo y para el reino de Dios, ser bienaventurado son dos cosas muy distintas. ¿Quién podría pensar que los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de limpio corazón, los pacificadores, los que padecen persecución, los que son vituperados (despreciados, calumniados…) y perseguidos son los que Jesús llama bienaventurados en el Sermón del Monte?
III
¿Por qué entonces los que lloran son bienaventurados? ¡Porque ellos recibirán consolación! ¿De quién? Del mejor Consolador que pueda existir en todo el universo: el Espíritu Santo de Dios.
Así lo prometió Jesús en varias ocasiones a sus discípulos antes de su pasión y muerte en la Cruz del Calvario. En una de esas ocasiones, Jesucristo les dijo: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre;” (Juan 14: 16).
¡Por eso son bienaventurados los que lloran! Porque el mismo Dios, en la Persona del Espíritu Santo, se compadecerá de ellos, se les acercará y los consolará. Para eso, tiene que darse una intimidad entre Él y nosotros, una cercanía, una apertura de nuestro corazón para recibir Su consuelo. Tenemos que querer contarle lo que nos sucede y pedirle que nos ayude. Y cuando nos dejamos ser consolados por el Experto en Consolaciones, tiene que haber una transformación. Nunca quedaremos en igual estado en el que nos encontró. Él traerá sanidad a nuestra alma sin importar cuánto tiempo se lleve esa angustia en el corazón.
Si lloras de tristeza, de angustia, por abatimiento, quiero decirte que nuestro Señor Jesucristo sabe de dolor y sufrimiento. Él es el experto en esos asuntos. ¿Cómo no podría Él comprendernos? ¿Cómo podría Él no consolarnos y restaurarnos?
La Biblia se refiere a Jesús como “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto;” (Isaías 53: 3). No solo sufrió y lloró en el huerto de Getsemaní mientras oraba y le pedía a su Padre que no lo hiciera pasar por una muerte y un sufrimiento tan terrible como el de Su crucifixión; sino que supo compadecerse y llorar por el dolor ajeno. Dice la Palabra, en el Evangelio de San Mateo 26: 37, que en el huerto Jesús “comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera” y en el v. 38, el mismo Jesús expresó: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte;”. Tanto así que se le apareció un ángel a consolarlo y su cuerpo sudaba gotas como de sangre. Estando ya crucificado se sintió tan solo y abatido que expresó: “Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado?” (Mateo 27: 46).
¡Jesús conoce lo que es llorar, lo que es el sufrimiento! ¡Sabe lo que es sentirse abandonado y tener la necesidad de recibir consuelo! Por eso puede entendernos en nuestros momentos de dolor. Por eso sabe y puede consolarnos; y no solo consolarnos, sino transformar ese lamento en gozo.
Jesús se compadeció y lloró por el dolor ajeno. Por eso convirtió el agua en el mejor vino en las bodas de Caná, por eso sanó a muchos enfermos, por eso libertó a otros de los demonios, por eso alimentó a miles de personas que lo seguían, por eso resucitó a los muertos, por eso calmó la tempestad en medio del mar. Por eso sufrió y lloró ante la muerte de su amigo Lázaro, y por eso lo resucitó. ¡Por eso le prometió al ladrón que reconoció que Él era el Cristo estando ambos crucificados, que ese mismo día estaría con Él en el reino de los cielos! Por eso, en la cruz se compadeció de los hombres a pesar del rechazo, de la ofensa y de la humillación; y le pidió al Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lucas 23: 34).
¡Por eso murió por ti y por mí en la Cruz del Calvario: para que nosotros nos salváramos, para perdonar nuestros pecados; para presentarnos al Padre limpios, justos, santos; para estar con nosotros todos los días de nuestra vida hasta el fin en la Persona del Espíritu Santo! Para consolarnos, para socorrernos, para defendernos y hacernos justicia, para que tuviéramos esperanza, para que no tuviéramos temor.
¡Él es el Dios de toda Consolación! Así lo evidencian las Sagradas Escrituras: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios. Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación.” (2 Corintios 1: 3-5). ¡Qué verdad tan poderosa! Le pido al Padre, en el nombre de Su Hijo Jesucristo, que por medio de Su Santo Espíritu podamos entender y vivir estas palabras. Te sugiero que leas este versículo poco a poco, una y otra vez hasta que penetre en tu corazón y en tu mente.
¡Él es el Dios de toda consolación! ¡Él nos consolará en TODAS nuestras angustias! ¡Así, también nosotros, por medio del Espíritu Santo, podremos consolar, animar, fortalecer, levantar; dar esperanza, alivio y bálsamo a otros!
Por eso, el Apóstol Pablo, en la Carta a los Romanos 12: 15, nos insta a “gozarnos con los que se gozan; y a llorar con los que lloran.” ¿Puedes tú compadecerte del dolor ajeno y llorar con los que lloran? Eso es lo que hace un verdadero discípulo. Si no, ¿por qué crees que Jesús subió al monte, se sentó a enseñarles a los discípulos escogidos quiénes en su reino eran y son los realmente bienaventurados? Era necesario que lo aprendieran y Él se los enseñó, no solo con palabras, sino con su ejemplo.
IV
Eso fue lo que hizo Nehemías cuando se enteró de que los muros de Jerusalén estaban derribados y la ciudad destruida. Nehemías manifiesta que: “Cuando oí estas palabras me senté y lloré, e hice duelo por algunos días, y ayuné y oré delante del Dios de los cielos.” (Nehemías 1: 4).
Nehemías no lloró de desesperación como si no tuviera a un Dios en quien refugiarse y buscar auxilio. ¡No! ¡Todo lo contrario! Nehemías sintió como suyo el dolor de su pueblo, de la nación a la que pertenecía aun cuando él vivía muy bien en un palacio ejerciendo como copero del rey Artajerjes. Sin embargo, Nehemías lloró, ayunó y oró a Jehová sabiendo que Él se compadecería, los consolaría y los ayudaría. Todavía más, Nehemías pidió permiso al rey para dejar por un tiempo su puesto de copero y se fue a Jerusalén a trabajar en la edificación de los muros y lo logró.
¡El consuelo y la ayuda siempre llegan cuando lloramos delante de la presencia de Dios y clamamos por Su ayuda y confiamos en Él! Detente y piensa delante de quién estás llevando primero tus asuntos, tus preocupaciones, tus problemas o penas porque Nehemías fue primero delante de la presencia de Dios y allí, por un tiempo, oró, ayunó y lloró. Luego, esa oración, ese ayuno, ese llanto lograron mover la mano de Dios para que Nehemías hallara favor delante del rey.
Es necesario que sintamos como nuestro el dolor de los demás, de la comunidad donde vivimos, de nuestro país y de las naciones. Si has sentido un peso que te lleva a orar y a llorar por lo que sucede en tu familia, en tu trabajo, en tu iglesia, en tu pueblo, en tu país y en el mundo es porque el Espíritu Santo te está dirigiendo, como a Nehemías, a orar y a ayunar por ellos. ¡Es porque el Señor te ha escogido para que, con tus oraciones, lo ayudes a establecer Su reino aquí en la Tierra!
Es porque como a Nehemías, seguramente te ha llamado a ayudar a otros a reedificar sus vidas rotas, derribadas por el pecado, por el sufrimiento, por la necesidad, por la falta de Dios mismo. ¡No desoigas ni ignores ese interés por interceder en oración por los demás! ¡Déjate guiar por el Espíritu Santo de Dios quien nos lleva a toda verdad y quien nos ayuda a orar como conviene con gemidos indecibles! ¡Seguramente eres un o una Nehemías!
Llorar cuando nos somos rechazadas
Nuestro Padre del Cielo sabe que en este mundo, muchas veces lloramos por nuestro propio dolor. Este fue el caso de Agar, la esclava de Sara, quien era la esposa de Abraham. Sara, le pidió a Abraham que la botara de su casa, pues su hijo Ismael se burlaba del de Sara, Isaac. A Abraham le dolió semejante solicitud, pero complació a Sara. Abraham le entregó comida y un recipiente con agua y la despidió. Agar anduvo errante por el desierto de Beerseba. Una vez se le acabó el agua, colocó al niño debajo de un arbusto y se separó de él. ¡Y se echó a llorar porque no quería ver morir al muchacho!
Entonces, Ismael, el hijo de Agar, comenzó a llorar y ¡Dios escuchó su llanto! Ahí fue cuando el ángel de Dios llamó a Agar desde el cielo y le preguntó qué le pasaba. Todavía más, le dijo que no tuviera miedo, pues Dios había oído llorar al niño. El ángel le pidió a Agar que fuera a consolar a su propio hijo y le hizo la gran promesa de que haría una gran descendencia de él.
Dios le abrió los ojos a Agar y ella pudo ver un pozo lleno de agua donde llenó su recipiente y le dio al niño. ¡Así fue como Dios se compadeció de Agar y de su pequeño hijo Ismael cuando estaban a punto de morir en el desierto, cuando Agar había sido abandonada y desechada, cuando había perdido toda esperanza en medio del desierto! (Génesis 21:8-20)
Por eso, si has sido maltratada, abandonada, rechazada como Agar. Si sientes que te encuentras errante en un desierto, sedienta, donde no hay comida ni agua, donde careces de protección, de provisión, de compañía, de un hogar y de todo lo necesario para vivir. Si no solo sufres tú, sino que ves a tus hijos o seres queridos en peligro, los ves sufrir, debes saber y no dudar que nuestro Señor Jesucristo te escuchará, te proporcionará lo que necesitas, es decir, te consolará y te ayudará. ¡No morirás en ese desierto porque allí el Señor escucha tu llanto y el de los tuyos!
¡Podrán abandonarnos a nuestra suerte los demás, pero el Señor nunca nos abandona! Y, en medio del desierto, Él se manifiesta poderosamente abriendo pozos de agua y dándonos fuerza para continuar y seguir adelante. ¡Es en ese terrible desierto donde el Consolador aparece con prontitud y genuino interés por nuestra situación!
El pastor Juan de la Garza, autor del libro Aceite fresco en el desierto, manifiesta que el desierto es una “escuela indispensable para todo aquel que quiere ver y conocer el poder de Dios.” (p. 27).
Agar era la esclava en la casa de Sara y Abraham. Ahora había perdido hasta el puesto de esclava. Sin embargo, a través de su llanto y el de su hijo, el mismo cielo, el mismo Dios se comunicó con ella. Lo que parecía que sería su fin, su muerte y la de su hijo, se tornó en vida, en victoria y en multiplicación.
¡No temas! ¡Levántate!, ¡Toma en tus brazos eso que amas tanto y que está en peligro!, te dice hoy el Señor como se lo dijo a Agar en medio de la nada. Dios nos ama a todas y a todos, sin importar nuestro estatus social, sin importar nuestra educación, sin importar nuestros errores. No hay nada que provoque que el Señor te deje abandonada a tu suerte en el desierto.
¡Así que, acércate sin temor, en rendición y obediencia porque ahí es donde Dios nos da la visión y aparecen los pozos de agua, ahí es donde Él hace las grandes promesas que parecen una locura, pero que Él cumple como hizo con Ismael y con su madre Agar, quienes vivieron en el desierto y de él salió una gran nación!
¿No ves nada ahora, solo muerte, solo que se agotan los recursos? En ese desierto, Dios es nuestra provisión y Él todo lo puede; para Él no hay imposibles. Y el asunto es que quiere hacerlo una vez más como lo hizo con el pueblo de Israel a quien nunca le faltó el alimento, la protección, la defensa ni Su presencia en medio del desierto.
Llorar por haber pecado
En otras ocasiones, lloramos por los pecados que hayamos cometido. Sentimos dolor y arrepentimiento por haberle fallado a Dios. Eso fue lo que le sucedió al rey David. Él lloró cuando fue confrontado con su pecado por el profeta Natán al cometer adulterio con Betsabé, la esposa de Urías, hombre de confianza en su ejército a quien asesinó enviándole al frente de batalla para esconder su traición.
El Salmo 51 registra el dolor y el arrepentimiento que experimentó el rey David por ese pecado y pidió perdón al Señor. El versículo 17 demuestra que Dios es perdonador y que nos consuela cuando estamos verdaderamente arrepentidos: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh, Dios.” Si tu corazón está quebrantado porque te duele haber pecado, debes saber que el Señor te perdona, te consuela y te transforma: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí.” (v. 10). Además, ese llanto provocado por el dolor de haber pecado contra Dios puede tornarse en gozo: “Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente.” (v. 12). ¡No tienes que vivir en angustia culpándote cuando en Jesucristo hay remisión de pecados!
Sin embargo, de esta unión llegó un hijo el cual, según el profeta Natán, moriría como consecuencia del pecado de David. Dice la Palabra en 2 Samuel 12: 16 que: “David rogó a Dios por el niño; y ayunó David, y entró, y pasó la noche acostado en tierra.” No obstante, el niño murió y los siervos de David no se atrevían a decírselo por temor a su reacción. Estos quedaron sorprendidos al ver la actitud de David ante semejante pérdida y le dijeron: “¿Qué es esto que has hecho? Por el niño, viviendo aún, ayunabas y llorabas; y muerto él, te levantaste y comiste pan.” (v. 21).
Entonces, David les contestó: “Viviendo aún el niño, yo ayunaba y lloraba, diciendo: ¿Quién sabe si Dios tendrá compasión de mí, y vivirá el niño? Mas ahora que ha muerto, ¿para qué ayunar? ¿Podré yo hacerle volver? Yo voy a él, mas él no volverá a mí. Y consoló David a Betsabé su mujer, y llegándose a ella durmió con ella; y ella le dio a luz un hijo, y llamó su nombre Salomón, al cual amó Jehová.” (vv. 22-24).
David lloró, ayunó y oró a Dios para que sanara y salvara a su hijo, pero una vez entendió que la voluntad del Señor había sido que el niño no viviera, la aceptó, se fortaleció y pudo consolar, a su vez, a su mujer.
La mejor prueba de que Jehová lo había perdonado fue la gran bendición de su hijo Salomón. Porque dice la Palabra que el Señor echa nuestros pecados al fondo del mar y nunca más se acuerda de ellos (Miqueas 7: 19).
¡Ya no llores ni sufras más por ese viejo pecado! ¡Si te has arrepentido y le has pedido perdón a Dios, Él ya te perdonó y quiere consolarte y bendecirte! Tampoco sufras por lo que pudiste haber perdido a causa de ese error. Si te has arrepentido, el Señor te bendecirá como lo hizo con David.
Jesús se compadece
En una ocasión, Jesús se compadeció y sanó a un paralítico, quien junto a una multitud de enfermos esperaba junto al estanque de Betesda que bajara un ángel que movía las aguas del estanque y el primero que lograra entrar en ellas, quedaría sano de la enfermedad que tuviera. No obstante, este hombre llevaba 38 años esperando por esa oportunidad.
Tal vez tú, al igual que este hombre, llevas esperando mucho tiempo por un milagro. Al parecer, nadie se había compadecido de su situación, nadie nunca lo ayudó hasta que llegó Jesús.
¿Te sientes tú de la misma manera? ¿Te parece que nadie se compadece de tu dolor? ¿Nadie te ayuda? Jesucristo sí notó la necesidad de este hombre tan pronto llegó al estanque; y no solo se percató de su necesidad, sino que se compadeció de su aflicción y lo sanó.
Así, hoy el Señor se compadece de ti. Él te consuela; Él sí quiere ayudarte y lo hará. Él te bendecirá con un milagro en tu vida. Solo preséntale tu necesidad a Él y de Él.
Llorar a causa de los enemigos
A pesar de que el Salmo 56 es un cántico de confianza al Señor, es evidente la tribulación que estaba experimentando el rey David al enfrentar grandes enemigos. En este salmo, David le pide a Jehová que tenga misericordia de él, declara su confianza en Dios y en Su Palabra, por lo que sabía que no tenía por qué temer. Puede inferirse que semejante peligro había provocado en David una gran angustia, pero él sabía que el Señor lo consolaría, lo defendería y le daría la victoria cuando en el versículo 8 manifiesta: “Mis huidas tú has contado; pon mis lágrimas en tu redoma (vasija); ¿no están ellas en tu libro?”.
Si al igual que el rey David te has sentido perseguido por grandes enemigos (estrechez económica, una enfermedad, falta de amor, soledad, abandono, traición; problemas familiares, laborales, ministeriales, maquinaciones de Satanás, etc.), el Señor colocará tus lágrimas en Su redoma. Es decir, Él conoce muy bien y recoge tu sufrimiento y te consuela. El anotará tus lágrimas, tu llanto en Su libro, en Su corazón. ¡Él no olvida a sus hijos ni su llanto ni su necesidad de consuelo! ¡Pon tu mirada fija en Jesús y recibe Su consuelo!
¡Él calmará tu llanto! ¡Te sacará del pozo de la desesperación! ¡Pondrá tus pies sobre peña, en lugar firme y seguro! ¡Enderezará tus pasos! ¡Él pondrá en tu boca un cántico nuevo! (Salmo 40: 2-3). ¡Aleluya!
¡Qué gran enseñanza!
¡Jesús les estaba enseñando a sus discípulos, no solo con las palabras, sino con la acción! ¡Qué gran ejemplo! Y Jesús esperaba que sus discípulos hicieran lo mismo: que consolaran, que se compadecieran de los que lloran, con los necesitados. ¡Eso mismo espera de ti y de mí! ¿Quieres ser su discípulo o discípula?
Las escrituras cuentan que Jesús envió a sus discípulos de dos en dos a hacer lo mismo que Él: a compadecerse, a consolar a los que lloran, a sanar, a resucitar muertos, a reprender demonios y a predicar el Evangelio.
¡También te escogió a ti y a mí! ¡También quiere enviarnos a hacer lo mismo! ¡También quiere que seamos sus discípulos! ¡Quiere que seamos sus ministros!
De hecho, luego de que Jesús ascendiera al cielo y luego de Pentecostés, Pedro y Juan imitaron a su Maestro. El libro de Hechos de los Apóstoles cuenta el momento en que se dirigían al templo a orar, cuando observaron a un hombre cojo de nacimiento a quien acostumbraban llevar hasta allí, hasta la puerta del templo llamada la Hermosa, para que pidiera limosna. Este hombre le pidió limosna a ambos apóstoles; lo que él no sabía era que ellos podrían darle, por medio del poder del Espíritu Santo, una mayor consolación y una mayor bendición: ¡lo declararían sano! Al pedirle que los mirara, Pedro sentenció: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda.” (Hechos 3: 6).
De la misma manera, pido al Padre, en el Nombre Poderoso de Su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que te levante de esa situación que te ha mantenido en sufrimiento, en angustia y llorando. ¡Levántate y anda, en el nombre de Jesús de Nazaret! ¡Ha llegado tu Consuelo y tu Salvación!
Juan, al narrar la visión y el mensaje que recibió estando preso en la isla de Patmos, describe a una multitud proveniente de todas las naciones quienes están vestidos de ropas blancas, lavadas y emblanquecidas con la sangre del Cordero. Estos servirán en el templo de día y de noche; no tendrán hambre ni sed porque serán pastoreados por el Cordero de Dios “y los guiará a fuentes de aguas de vida; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos.” (Apocalipsis 7: 18).
¡Llena tu boca y tu corazón de alabanza y adoración a Dios! Él se acercará porque Él busca a aquellos que le adoran en espíritu y verdad. Así cantaba y alababa el rey David cuando se encontraba en el desierto de Judá:
“Dios, Dios mío, eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el santuario. Porque mejor es tu misericordia que la vida; mis labios te alabarán. Así te bendeciré en mi vida; en tu nombre alzaré mis manos. Como de meollo y de grosura será saciada mi alma, y con labios de júbilo te alabará mi boca, cuando me acuerde de ti en mi lecho, cuando medite en ti en las vigilias de la noche. Porque has sido mi socorro, y así en la sombra de tus alas me regocijaré. Está mi alma apegada a ti; tu diestra me ha sostenido.” (Salmo 63: 1 – 8).
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